«Curiosa es nuestra situación de
hijos de la Tierra. Estamos por una breve visita y no sabemos con qué fin,
aunque a veces creemos presentirlo. Ante la vida cotidiana no es necesario
reflexionar demasiado: estamos para los demás. Ante todo para aquellos de cuya
sonrisa y bienestar depende nuestra felicidad; pero también para tantos
desconocidos a cuyo destino nos vincula una simpatía.
Pienso mil veces al día que mi vida
externa e interna se basa en el trabajo de otros hombres, vivos o muertos. Siento
que debo esforzarme por dar en la misma medida en que he recibido y sigo
recibiendo. Me siento inclinado a la sobriedad, oprimido muchas veces por la
impresión de necesitar el trabajo de los otros. Pues no me parece que las
diferencias de clase puedan justificarse: en última instancia reposan en la
fuerza. Y creo que una vida exterior modesta y sin pretensiones es buena para
todos en cuerpo y alma.
No creo en absoluto en la libertad del hombre en un
sentido filosófico. Actuamos bajo presiones externas y por necesidades
internas. La frase de Schopenhauer: “ Un hombre puede hacer lo que
quiere, pero no puede querer lo que quiere”, me bastó
desde la juventud. Me ha servido de consuelo, tanto al ver como al sufrir las
durezas de la vida, y ha sido para mi una fuente inagotable de tolerancia. Ha
aliviado ese sentido de responsabilidad que tantas veces puede volverse una
traba, y me ayudó a no tomarme demasiado enserio, ni a mí mismo ni a los demás.
Así pues, veo la vida con humor.
No tiene sentido preocuparse por el sentido de la
existencia propia o ajena desde un punto de vista objetivo. Es cierto que cada
hombre tiene ideales que lo orientan. En cuanto a eso, nunca creí que la
satisfacción o la felicidad fueran fines absolutos. Es un principio ético que suelo
llamar el Ideal de la Piara.
Los ideales que iluminaron y colmaron mi vida desde
siempre son: bondad, belleza y verdad. La vida me habría parecido vacía sin la
sensación de participar de las opiniones
de muchos, sin concentrarme en objetivos siempre inalcanzables tanto en el arte
como en la investigación científica. Las banales metas de propiedad, éxito
exterior y lujo me parecieron despreciables desde la juventud.
Hay una contradicción entre mi pasión por la justicia
social, por la consecución de un compromiso social, y mi completa carencia de
necesidad de compañía, de hombres o de comunidades humanas. Soy un auténtico
solitario. Nunca pertenecí del todo al Estado, a la Patria, al círculo de
amigos, ni aún a la familia más cercana. Si siempre fui algo extraño a esos
círculos es porque la necesidad de soledad ha ido creciendo con los años.
El que haya un límite en la compenetración con el
prójimo se descubre con la experiencia. Aceptarlo es perder parte de la
inocencia, de la despreocupación. Pero en cambio otorga independencia frente a
opiniones, costumbres y juicios ajenos, y la capacidad de rechazar un
equilibrio que se funde sobre bases tan inestables.
Mi ideal político es la democracia. El individuo debe
ser respetado en tanto persona. Nadie debería recibir un culto idolátrico.
(Siempre me pareció una ironía del destino el haber suscitado tanta admiración
y respeto inmerecidos. Comprendo que surgen del afán por comprender el par de
conceptos que encontré, con mis escasas fuerzas, al cabo de trabajos incesantes.
Pero es un afán que muchos no podrán colmar.)
Sé, claro está, que para alcanzar cualquier objetivo
hace falta alguien que piense y que disponga. Un responsable.
Pero de todos modos hay que buscar la forma de no
imponer a dirigentes. Deben de ser elegidos.
Los sistemas autocráticos y opresivos degeneran muy
pronto. Pues la violencia atrae a individuos de escasa moral, y es ley de vida
el que a tiranos geniales sucedan verdaderos canallas.
Por eso estuve siempre contra sistemas como los que
hoy priman en Italia y en Rusia. No debe atribuirse el descrédito de los
sistemas democraticos vigentes en la Europa actual a algún fallo en los
principios de la democracia, sino a la poca estabilidad de sus gobiernos y al
carácter impersonal de las elecciones. Me parece que la solución está en lo que
hizo Estado Unidos: Un presidente escogido por tiempo suficientemente largo, y
dotado de los poderes necesarios para asumir toda la responsabilidad. Valoro en
cambio en nuestra concepción del funcionamiento de un Estado la creciente
protección del individuo en caso de enfermedad o de necesidades materiales.
Para hablar con propiedad, el Estado no puede ser lo
más importante: lo es el individuo creador, sensible. La personalidad. Sólo de
él sale la creación de lo noble, de lo sublime. Lo masivo permanece indiferente
al pensamiento y al sentir.
Con esto paso a hablar del peor engendro que haya
salido del espíritu de las masas. El ejército al que odio: Que alguien sea
capaz de desfilar muy campante al son de una marcha basta para que merezca todo
mi desprecio; pues ha recibido cerebro por error: le basta con la médula
espinal.
Habría que hacer desaparecer lo antes posible a esa
mancha de la civilización. Como detesto las hazañas de sus mandos, los actos de
violencia sin sentido, y el dichoso patriotismo. Que cínicas, que despreciables
me parecen las guerras. ¡Antes dejarme cortar en pedazos que tomar parte en una
acción tan vil!
A pesar de lo cual tengo tan buena opinión de la
humanidad, que creo que este fantasma se hubiera desvanecido hace mucho tiempo
si no fuera por la corrupción sistemática a la que es sometido el recto sentido
de los pueblos a través de la escuela y de la prensa, por obra de personas y de
instituciones interesadas económica y políticamente en la guerra.
El misterio es lo más hermoso que nos es dado sentir.
Es la sensación fundamental, la cuna del arte y de la
ciencia verdaderos. Quien no la conoce, quien no puede asombrarse ni
maravillarse, está muerto. Sus ojos se han extinguido.
Esta experiencia de lo misterioso -aunque mezclada de
temor- ha generado también la religión. Pero la verdadera religiosidad es saber
de esa existencia impenetrable para nosotros, saber que hay manifestaciones de
la Razón más profunda y de la belleza más resplandeciente sólo asequibles en su
forma más elemental para el intelecto.
En ese
sentido, y sólo en éste, pertenezco a los hombres profundamente religiosos. Un
Dios que recompense y castigue a seres creados por él mismo que, en otras
palabras, tenga una voluntad semejante a la nuestra, me resulta imposible de
imaginar. Tampoco quiero ni puedo pensar que el individuo sobreviva a su muerte
corporal, que las almas débiles alimenten esos pensamientos por miedo, o por un
ridículo egoísmo. A mi me basta con el misterio de la eternidad de la Vida, con
el presentimiento y la conciencia de la construcción prodigiosa de lo
existente, con la honesta inspiración de comprender hasta la mínima parte de
razón que podamos discernir en la obra de la Naturaleza.»
Albert Einstein